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Tenia 14 años de edad cuando observó al ingeniero de la mina deslizarse por las piedras con una cámara fotografiando  los yacimientos de oro en las minas de Carabaya -Perú; ese fue el primer acercamiento de Martín Chambi con la fotografía, luego de ese momento inició su trabajo para ser él quien en un futuro llevara la cámara.

Martín Chambi, campesino e indígena peruano comenzó ahorrando algunas pepitas de oro para iniciar su camino hacia la fotografía, y fue gracias  a este ahorro y al apoyo de su padre que hizo sus estudios en fotografía en Arequipa con el fotógrafo Max T. Vargas, reconocido en la ciudad por su estudio fotográfico.  Junto a él,  Martín, aprendió las técnicas de la fotografía y dio sus primeros pasos en la que seria su pasión de por vida.

Por Martín Chambi

Luego de varios años de practica con Vargas, Martín decidió iniciar su camino por las calles empedradas de Perú, retratando y vendiendo sus imágenes a 20 pesos en la ciudad de Sicuani, con este pago seguiría caminando y andando a lomo de mula, conociendo las comunidades indígenas del Perú.

Viviendo en Cusco su nombre empezó a ser conocido y algunos intelectuales empezaron a apreciarlo por la fotografía que estaba realizando, entre ellos el poeta Luis Nieto, que consideró a Chambí como el “poeta de la luz“. Por su parte, algunos diarios lo calificaban como el mejor fotógrafo andino.

Chambi trabajó con cámaras de gran formato con las que no podía pasar desapercibido por las poblaciones que visitaba, pero esto no fue un impedimento para hacer fotografías, pues según cuentan, él era un hombre que generaba gran empatía con sus retratados y eso se observa en cada una de imágenes.

Por Martín Chambi

Un hombre que sabia utilizar muy bien la luz, amante de la obra de Rembrandt y con una manera única para encuadrar y sacar el máximo provecho al sujeto o a la situación que estuviera frente a su cámara.

Martín Chambi, tuvo un lugar en la fotografía comercial en Cusco, pero el trabajo que le apasionaba era su obra sobre la cultura indígena en Perú. Algunas personas se referían al  fotógrafo así: “Chambi utilizó su cámara para dejar constancia de un mundo, el Perú andino, indígena y rural”.

Chambi fue un fotógrafo que con su cámara y su fotografía documentó la cultura indígena peruana hacia 1900. A través de su trabajo abrió los ojos de aquellos que querían invisibilizar a esta gran población de Perú.

La obra de Chambi ha sido expuesta en diferentes museos del mundo, entre ellos el MoMa en Nueva York en el año 1979. A la edad de 82 años el primer fotógrafo indígena de Latinoamérica muere junto a sus cámaras, junto a sus imágenes, muere en su estudio, en la ciudad de Cusco.

Por Martín Chambi

Fotógrafo No Fotógrafo despide esta entrada con las palabras de Martín Chambi: “He leído que en Chile se piensa que los Indios no tienen cultura, que son intelectual y artísticamente inferiores en comparación a los blancos y los europeos. Más elocuente que mi opinión, en todo caso, son los testimonios gráficos. Es mi esperanza que un atestado imparcial y objetivo examinará esta evidencia. Siento que soy un representativo de mi raza; mi gente habla a través de mis fotografías.”

Referencia: http://oscarenfotos.com/2013/09/01/martin-chambi-articulo/


Sharbat Gula fue fotografiada cuando tenía 12 años por el fotógrafo Steve McCurry,en junio de 1984. Fue en el campamento de refugiados Nasir Bagh de Pakistán durante la guerra contra la invasión soviética. Su foto fue publicada en la portada de National Geographic en junio de 1985 y, debido a su expresivo rostro de ojos verdes, la portada se convirtió en una de las más famosas de la revista. Sin embargo, en aquel entonces nadie sabía el nombre de la chica. El mismo hombre que la fotografió, Steve McCurry, realizó la búsqueda de la joven que duró 17 años. El fotógrafo realizó numerosos viajes a la zona hasta que, en enero de 2002, encontró a la niña convertida en una mujer de 30 años y pudo saber su nombre. Sharbat Gula vive en una aldea remota de Afganistán, es una mujer tradicional pastún, casada y madre de tres hijos. Su marido, con quien se casó a los trece años, poco después de su famosa fotografía, se llama Rahmat Gul y sus tres hijas Robina, Zahida y Alia. Ella había regresado a Afganistán en 1992. Nadie la había vuelto a fotografiar hasta que se reencontró con McCurry y no sabía que su cara se había hecho famosa. La identidad de la mujer fue confirmada al 99,9% mediante una tecnología de reconocimiento facial del FBI y la comparación del iris de ambas fotografías.


Pocas imágenes han retratado mejor una ciudad, un país y una época, y pocas han sobrevivido como ella al paso de las décadas. Almuerzo en lo alto de un rascacielos Lunch Atop a Skyscrapercelebró esta semana su ochenta cumpleaños y lo hizo sin haber perdido un ápice de su longeva popularidad. La versión en color es

La fotografía de los once albañiles fue tomada el 20 de septiembre de 1932, en plena Gran Recesión, mientras se construía el Rockefeller Center de Nueva York. Desafiando al vértigo, los trabajadores se sientan para comer en una viga de acero a sesenta y nueve pisos de altura en el Edificio RCD, posteriormente rebautizado como Edificio GE. Tras ellos –y muy por debajo– Manhattan y Central Park y, pesando en la atmósfera, la terrible crisis económica. En la década de los treinta el magnate del petróleo John D. Rockefeller construyó un faraónico complejo de rascacielos en el corazón de la ciudad mientras uno de cada diez neoyorquinos estaba desempleado. Quienes trabajaban en él se enfrentaban a condiciones tan duras como las que ilustra la imagen.

Aunque pasó a la historia gracias a esta instantánea, Charlie Clyde Ebbets hizo mucho antes Almuerzo en lo alto de un rascacielos. Nació en Alabama en 1905 y siendo joven probó suerte como periodista, piloto de carreras y hasta en el cine. Incluso protagonizó Wally Renny, una popular serie de filmes sobre las aventuras de un explorador en África. Ebbets, no obstante, eligió pronto su posición detrás de las lentes y a finales de los años veinte ya era un fotógrafo de prestigio en Florida. Allí trabajó para el Miami Daily News y en 1927 documentó la Tamiami Trail, una aventura de casi 500 kilómetros entre Tampa y Miami. Sus instantáneas aparecieron publicadas en todo Estados Unidos y la familia Rockefeller decidió contratarle. Quién mejor que él para retratar con el debido lirismo cómo su imperio se elevaba hacia el cielo de Nueva York.

El fotógrafo del vértigo

El tiempo ha demostrado que los Rockefeller acertaron en su elección. A Ebbets, que había nacido en un pequeño pueblo, le fascinaron las alturas de Nueva York, pero sobre todo sus moradores. La serenidad con la que los obreros del rascacielos tentaban al vacío conquistó al fotógrafo, que dedicó parte de los siguientes meses a retratar el vértigo en todas sus formas posibles. Sentados en vigas o colgados de poleas, los profesionales de las alturas fueron de repente los únicos neoyorquinos que interesaron al artista, que consagró su pequeña cámara de reportero a retratar humildes albañiles, peones y capataces de la construcción contra el fondo del opulento centro financiero de Manhattan.

Almuerzo en lo alto de un rascacielos se publicó por primera vez en el New York Herald Tribune en octubre de 1932 y le convirtió en una celebridad. Otra de sus mejores imágenes es Hombres dormidos en una vigaMen Asleep on a Girder–, tomada el mismo día que la anterior, en la misma ubicación y protagonizada por algunos de los mismos obreros. El registro histórico dice que otros fotógrafos inmortalizaron la escena junto a Ebbets, pero sus nombres nunca llegaron a trascender y jamás se ha tenido noticia de otras fotos que no sean las suyas.

El audaz fotógrafo demostró un ojo privilegiado para el paisaje urbano, seguramente porque no lo consideraba su hábitat natural. Pese a convertirse en uno de los artistas más reclamados del país –o quizá precisamente por esto– decidió retirarse joven de la primera línea de la fotografía. Se instaló de nuevo en Florida, donde fundó la Miami Press Photographer´s Association y consagró el resto de su vida a fotografiar la naturaleza. Fue el primer hombre blanco en contemplar las vida y las ceremonias de los indios Seminolas y quien documentó mejor y con más alcance el devastador huracán del Día del Trabajo, que arrasó los Cayos de Florida en 1935.

Y allí murió más de cuarenta años después, en 1978. Cedió sus fotografías y los derechos de autor de las mismas al célebre Archivo Bettmann, el fondo de imágenes más completo de Estados Unidos, y se guarda en las instalaciones de la agencia Corbis excavadas bajo la Iron Mountain de Pennsylvania en óptimas condiciones de temperatura a la espera de que expire su copyright y Almuerzo en lo alto de un rascacielos se convierta, por derecho propio, en un tesoro a compartir por toda la humanidad.


Autor: David Halberstam
Ver a una persona quemarse viva es impactante, pero más impactante es pensar los motivos que llevan a reaccionar así. El acto reflejado en esta fotografía es el origen exacto de la expresión “quemarse a lo bonzo”. En el centro de la imagen, vemos a una persona inmolándose ante la mirada atenta de la gente. El protagonista de esta historia es el monje budista vietnamita Thich Quang Duc (estos mojes también eran llamados «bonzos»). Esto ocurrió en una calle principal de Saigon –Vietnam- el 11 de junio de 1963. El acto suicida fue repetido por más monjes como queja política debido a la forma en que la administración oprimía a los seguidores esta religión. El monje fue cremado, como es tradición en la religión, y su corazón permaneció intacto por lo que fue proclamado santo.
Hemos vivido más actos como este a lo largo de la historia, como el caso de un inmigrante rumano en Castellón (imagen inferior), por la extrema situación económica en la que se veía envuelta su familia. A pesar de que consiguió generar el impacto esperado (hubo una gran repercusión mediática) y de la extinción de las llamas de su cuerpo, el hombre murió.
El caso más reciente, este mismo viernes (6 de Diciembre de 2007), tuvo lugar en Roma, donde una mujer senegalesa se quemó en protesta hacia el presidente de su país, que estaba de visita en la ciudad. La mujer sobrevivió al incidente y fue trasladada después al hospital de San Eugenio, donde ingresó en la unidad de quemados.
Thich Quang Duc, nació en 1897, fue un monje budista vietnamita que se inmoló hasta morir en una calle muy transitada de Saigon el 11 de junio de 1963. Su acto de inmolación, que fue repetido por otros monjes, fue el más recordado, ya que fue atestiguado por David Halberstam, un reportero del New York Times que escribió sobre este suceso lo siguiente:
“Estaba viendo de nuevo la señal, pero una vez fue suficiente. Las llamas estaban surgiendo de un ser humano; su cuerpo fue marchitándose lentamente, su cabeza se ennegrecía. En el aire había un olor a carne humana quemada; el hombre se quemó sorpresivamente rápido. Detrás de mí pude escuchar el sollozo de los vietnamitas que estaban ahora en la entrada. Estaba demasiado sorprendido para llorar, demasiado confundido para tomar notas o hacer preguntas, además desconcertado para ni siquiera pensar… Mientras se quemaba él nunca movió un músculo, nunca pronunció un sonido, su calma exterior en agudo contraste con la gente que se lamentaba alrededor de él”.
Después de su muerte, su cuerpo fue cremado conforme a la tradición budista. Durante la cremación su corazón se mantuvo intacto, por lo que fue considerado como santo y su corazón fue trasladado al cuidado del Banco de Reserva de Vietnam como reliquia.
 
Thich Quang Duc protestaba por la opresión budista sufrida
a manos del Primer Ministro Ngo Dinh Diem.
Thich Quang Duc, acompañado,
al menos, de dos monjes llegaron en un Austin azul claro,
a la intersección de dos calles céntricas de Saigón.
Salió del vehículo y adopto la posición tradicional del loto;
os monjes que le acompañaban le ayudaron a rociarse con gasolina
y encendiendo una cerilla se prendió fuego muriendo en cuestión de minutos.
Mientras su cuerpo ardía, el monje se mantuvo completamente inmóvil.
No gritó, ni siquiera hizo un ruido.
El automóvil Austin azul claro en el que llegó a Saigon
para cometer su acto de inmolación se conserva en la pagoda ‘Thien Mu’.

Madame Nhu, primera dama de Vietnam en ese tiempo,
comentó con respecto a este acontecimiento que ella
«aplaudiría por ver otro espectáculo en el cual un monje se convirtiera en barbacoa».
Desde ese momento se la conoció con el pseudónimo de la «Dama Dragón».

El primer álbum musical de la banda de rock de los 90’s Rage Against the Machine utilizó
la imagen de la inmolación de Thich Quang Duc en la portada,
como motivo de protesta política en los Estados Unidos.

Portada del primer disco de Rage Against the Machine.

Tras su muerte, la comunidad budista incinero su restos en un ritual funerario,
su corazón permaneció intacto.
Así, se le consideró sagrado
y fue puesto bajo el cuidado del Banco Nacional de Vietnam.
Corazón de Thich Quang Duc.

KEVIN ARTER Y SU BUITRE

«Es la foto más importante de mi carrera, pero no estoy orgulloso de ella, no quiero ni verla, la odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña», dijo el fotógrafo sudafricano, Kevin Carter, al recoger el premio Pullitzer en mayo de 1994. Dos meses después, agobiado por la presión de las críticas y deprimido por la muerte de su amigo Ken Oosterbroek, se fue a la orilla del río donde había jugado cuando era niño, antes de que supiera lo que era el apartheid ni hubiera cogido una cámara en sus manos. Allí enchufó una manguera al tubo de escape de su coche, lo introdujo por la ventanilla e inhaló, mientras escuchaba música, todo el monóxido de carbono que pudo hasta acabar con su vida.
La historia que rodea a la célebre foto de Carter –portada de «The New York Times» en 1993–, en la que puede verse a una niña sudanesa moribunda, acechada por un buitre, es la idea sobre la que gira la obra de teatro que se estrena hoy en el Centro Cultural Pérez de la Riva de Las Rozas de Madrid, titulada «La Culpa (Kevin Carter 1960-1994)».
«He llegado a un punto en el que el sufrimiento de la vida anula la alegría. Estoy perseguido por recuerdos vividos de muertos, de cadáveres, rabia y dolor. Y estoy perseguido por la pérdida de mi amigo Ken», dejó escrito Carter en una confusa nota sobre el asiento del copiloto.
Desde que «The New York Times» publicó su foto en marzo de 1993, millones de personas se lanzaron a un debate mundial sobre la actitud del fotoperiodista al captar aquella imagen que trataba de reflejar el hambre que azotaba a aquel rincón del planeta. Miles de veces tuvo que responder a la misma pregunta: «Y después, ¿ayudaste a la niña?».

Kevin Carter, con su cámara en Sudáfrica
Fue la gota que colmó el vaso en la turbulenta y emocionalmente desordenada vida de Carter, adicto al «White Pipe» –mezcla de marihuana, mandrax y barbitúricos–, que formaba parte de «esa clase de reporteros que no se amilanan ni cuando la muerte les mira de cerca o la sangre les salpica la lente», explicaba a El Mundo el fotógrafo Carlos Davila, quien meses después realizó fotografías parecidas en el sur de Sudán, sin que levantaran el más mínimo revuelo.

No hizo nada en absoluto por el niño porque, al parecer, ayudar al pequeño no habría tenido tanto impacto en las conciencias occidentales como capturar una instantánea
A Carter, en cambio, le brotaron millones de detractores y defensores por todo el mundo: «Mercenarios en busca de premios Pullitzer o dinero, como demostró Kevin Carter en 1993 al fotografiar a un niño moribundo en Sudán mientras un buitre esperaba su final, sin que hiciese nada en absoluto porque, al parecer, ayudar al pequeño no habría tenido tanto impacto en las conciencias occidentales como capturar una instantánea».
«Dudo mucho que Carter hiciera eso –asegura Álvaro Ybarra Zavala, –. El pertenecía a un grupo llamado “bang-bang”, formado por cuatro reporteros, uno de los cueles fue asesinado cuando estaba tomando unas fotos parecidas».

La verdadera historia del premio Pulitzer que ganó Kevin Carter. Gracias a un comentario de un lector de este blog (gracias Deiv), me he enterado de la verdadera historia que está detrás de esta foto, ya que la niña que vemos estaba defecando y no agonizando. Ya que esa era una zona apartada de la aldea donde iban a hacer sus deposiciones los nativos de la aldea.

Esta es la verdadera historia:

La foto de Kevin Carter debería haber sembrado de silencio el mundo. Pasó todo lo contrario. Desató una tromba de chismorreos y palabrería que tras casi 15 años abrasa todavía foros de Internet e invade seminarios. Gañanes de la opinión, evangelizadores laicos, moralistas progres, bienpensantes reaccionarios, profetillas pichaflojas y hasta algún periodista de relumbrón reverdecen la teoría de que Carter se quitó la vida por el remordimiento de no haber salvado a la indefensa criatura de esa bestia.

Sí, 16 meses después de aquella foto, la noche del 27 de julio de 1994, su autor, el sudafricano Kevin Carter, que venía de recoger el Premio Pulitzer en la Columbia University, conectó una goma al tubo de escape de su coche, dejó una confusa nota y se suicidó. Tenía 33 años.

Desde que el New York Times publicó la foto (marzo de 1993), millones de personas sintieron un impacto en la barriga, un estremecimiento fugaz que muchos aún perciben como una especie de agresión a una parte íntima de su sensibilidad. Alguien iba a tener que pagar por ello. Hasta que, al fin, Carter, el agresor, pagó su culpa. Ya no tendría forma de defenderse. A partir de ahí, bastaba con repetirle al mundo la milonga hasta la náusea: «Claro, el dilema moral, la culpa, todo eso le condujo a la tumba, bla, bla…». Y siguen.

El fotógrafo Luis Davilla y yo estuvimos en ese lugar meses después que Carter, en julio. Luis retrató una escena parecida y los dos sabemos que no sucedió así. Quienes esparcen la patraña no saben de lo que hablan. O peor: mienten.

A mediados de marzo de 1993, Carter viajó con su colega Joao Silva, un mozambicano recriado en Sudáfrica, al sur de Sudán, un lugar acosado por las hambrunas y el terror de la guerra desde la llegada al poder de los radicales islámicos. Carter y Silva eran dos de los cuatro foteros conocidos en Johanesburgo como el Club del Bang-Bang, gente especializada en retratar la brutalidad durante el fin del apartheid en suburbios como Soweto o Thokoza. Pertenecían a esa clase de reporteros que no se amilanan ni cuando la muerte les mira de cerca o la sangre les salpica la lente. Así ayudaron a enterrar al régimen racista de Pretoria. Por entonces, Ken Oosterbroek, el líder del grupo, el más guapo y equilibrado, había sido dos veces Mejor Fotógrafo del Año. Y Greg Marinovich, el cuarto bang-bang, Pulitzer desde 1991 por una secuencia en la que un miembro del partido Inkhata era linchado, primero a cuchilladas y luego abrasado a fuego.

Cuando Carter y Silva llegaron a Ayod, entre infectos pantanales, a unos mil kilómetros del lugar civilizado más cercano, el poblado funcionaba como feed-center, un centro de alimentación de la ONU. Unas 15.000 personas exhaustas que huían de los combates, con grave desnutrición y enfermedades como la malaria, el kala azar (leishmaniasis) o el gusano de Guinea, se concentraban allí y aquello era un verdadero festival de ayuda humanitaria. Silva y Carter, cada uno por su lado, hicieron fotos toda la mañana de aquel espanto. Cuando se reencontraron, Carter le describió la escena y se sentó a llorar: esperó 20 minutos a que el buitre entrase en plano, hizo la foto, espantó al bicho (o no, qué más da) y se marchó.

OTRO PREDADOR

Durante el año siguiente, Carter se vio alanceado con dilemas y acusaciones obtusas, cuando no estúpidas, de quienes jamás han pisado un escenario semejante, incapaces de imaginarse una realidad tan atroz como la del sur de Sudán, pero que parecían hacerse cargo del vértigo terrible que expresaba su foto. Un insensato llegó a escribir: «El hombre que ha ajustado su lente para captar esa foto es otro predador, otro buitre en la escena». Y yo afirmo: difícil ser más imbécil.

Carter acudió a toda clase de foros para ofrecer su versión de lo sucedido, pero para entonces su vida era un completo desastre. Muchos años antes había intentado suicidarse, fumaba White Pipe, una mezcla de maria, mandrax y barbitúricos, tenía graves problemas familiares y una personalidad desordenada, perdía sus carretes de fotos en aviones y aeropuertos, arrastraba depresiones, llevaba una vida caótica y tenía acumuladas experiencias trágicas como para colapsar las consultas de varios psicoanalistas.

Por si fuera poco, el 18 de abril de 1994, Carter dejó a su amigo Oosterbroek y demás bang-bang de guardia en un suburbio de Johanesburgo y se marchó a conceder una entrevista a un colega, pues seis días antes le habían comunicado la concesión del Pulitzer por la foto de la niña y el buitre. En la radio del coche escuchó que Oosterbroek y Marinovich habían sido heridos en una refriega nada más irse él. Voló hacia el hospital, pero Oosterbroek había fallecido. Las preguntas estúpidas siguieron. Y los imbéciles, como carroñeros, haciendo de las suyas.

En fin, ¿qué otra cosa pudo haber hecho Carter por la niña? ¿Espantar al buitre? Al parecer, lo hizo, aunque los buitres (los hay a montones) habrían vuelto de todos modos. ¿Llevarla consigo? Bien, ¿adónde?, porque parece que nuestra conciencia acomplejada pretende imaginar que esa criatura yace en un páramo hacia ninguna parte. No es cierto. Esa criatura, reventada por el hambre y por las diarreas, que a los niños allí les desvencija el ano y les hace colgar una tripa larga pierna abajo, está a unos 20 metros de la puerta del poblado, junto a la empalizada de paja que rodea el feed-center y rodeada de gente que deambula a su alrededor. Nadie la ha llevado hasta allí. Simplemente, esa niña se ha sentado a defecar. Sí, maldita sea, es el estercolero de la tribu, donde todos los suyos, de generación en generación, acuden a realizar sus deposiciones. Son gente educada, al fin y al cabo, con sus normas cívicas, que no permiten que uno haga de vientre en cualquier lado. ¿Será preciso decirlo en plata? ¡Esa niña ha ido allí a cagar! Y el buitre, esa bestia cobarde que parece tan atenta, no hace sino esperar a que la niña le regale su magra ración de carroña cotidiana, como también sucede con la criatura que retrató Davilla en idéntica actitud en ese lugar demoníaco y escatológico.

No, Carter no se suicidó por un remordimiento de esa clase. Se limitó a recortar un trozo de paisaje para servírnoslo a domicilio. La expresividad fue su gran logro, pues la foto ejerce de metáfora certera de una realidad trágica y atroz de una guerra olvidada. No es ningún montaje: sucedió así y Carter sólo nos troceó y nos regaló el significante; el significado lo pusimos nosotros, espectadores occidentales, atormentados por nuestra sucia conciencia y acosados por los problemas de obesidad extensiva desde la tierna infancia. Carter no era otro predador ni el ejecutor de la niña, no, sino su único redentor. La redimió y esparció la culpa al mundo, para que volviésemos los ojos por un segundo hacia la tragedia de Sudán y ayudásemos a esas criaturas a llevar su cruz olvidada. Carter no logró salvarla, pero es que eso ya (a unos más que a otros, desde luego) nos correspondería a todos.

Tres meses después de la muerte de su amigo Oosterbroek, a finales de julio de 1994, Carter recogió su Pulitzer y el día 27, a la vuelta, anotó en un papel que dejó en el asiento del copiloto: «He llegado a un punto en que el sufrimiento de la vida anula la alegría… Estoy perseguido por recuerdos vívidos de muertos, de cadáveres, rabia y dolor. Y estoy perseguido por la pérdida de mi amigo Ken…». El dióxido de carbono de su vieja furgoneta puso el resto, pero no sabemos hasta cuándo los opinadores y moralistas seguirán haciéndole pagar a Carter que nos diese ese aldabonazo y ese susto en la conciencia. De todos modos, los niños y los buitres seguirán estando allí. Aunque Carter ya no esté para retratarlo.